Pero uno tiene que pensar en una vida
Estos días he presenciado un vergonzante incidente en mi ambulatorio en Alicante, lo que me ha hecho meditar ¿qué es lo que nos pasa a la sociedad? ¿Cómo les afecta a nuestros médicos cada vez que nosotros, sus pacientes, les amenazamos, gritamos o insultamos? Dice mi médica: «La atención primaria es muy bonita, pero uno tiene que pensar en su vida». Y es que esta médica piensa que esta rama de la Medicina es una especialidad poco demandada. «La medicina de familia es un servicio muy debilitado y que se ha vuelto a saturar con la epidemia de gripe y virus respiratorios». Esta especialidad resulta «menos atractiva por las condiciones laborales, sobrecarga de trabajo, muchos pacientes y poco tiempo para atenderles, peores salarios y destinos en la zona rural que muchos estudiantes rechazan». Pese a ello, «hay días que son muy duros y trabajar cara al público requiere mucho esfuerzo».
La historia, que presencié estando sentado ante la consulta de mi nueva médica, a dos metros de distancia, me dolió hasta a mí. Nadie debiera vivir soportando dolor; una cosa es eso, y otra, que la impaciencia nos destroza, la mala educación nos persigue cosida en el forro de la chaqueta, y el aire afilado nos trae en un instante el sonido colérico de una escena dantesca muy penosa: Sube hasta la planta superior de ese ambulatorio un hombre de cara extraña y mirada enloquecida, que se agarraba con ambas manos la cabeza caminando hacia quienes allí esperábamos entrar a consulta. Ese lastre que es nuestro miedo, nos haría sentirnos incómodos. El individuo entró en la consulta de al lado y de muy malas formas, dejando la puerta abierta de par en par, su rostro reflejaba dolor, algo le pasaba, pero en cuanto el médico le instó a salir, este energúmeno se encresparía llenando al doctor de insultos y amenazas, pues decía que sólo hablaba por teléfono. Minutos después, con la llegada del guardia de Seguridad, la mujer de aquel paciente y sus dos niñas, entraron en tropel a la consulta y el guardia hubo de aflojar la tensión, sacando de la consulta, violentadas, a la mujer y a las pequeñas, instante donde el paciente alterado se unió a su mujer en los exabruptos y amenazas al médico. Al final el doctor pasaría de levantarse para enfrentarse al energúmeno que le amenazaba, gracias a que el guardia le frenó, pasando de eso, a atenderle en consulta.
Cuando me marchaba del ambulatorio, esperé al guardia y le estreché su mano, agradeciéndole su buen hacer, temple y mucho oficio. El hombre, sorprendido y agradecido, me dijo con tristeza, que «en este hospital no sé qué pasa, pero en pocos años he tenido que acudir más de veinte veces al juzgado, y eso que nunca he tocado a nadie». Llegué a creer que aquel tipo y su mujer eran muy capaces de tirar al guardia por la barandilla. ¡Pobres médicos/as, pobres seguratas!