El ladrillo seguirá siendo un negocio, también
El ladrillo siempre será un negocio, más aún en un lugar como España con espacios tan agradables para vivir como nuestra costa mediterránea de clima soleado y templado todo el año. Estamos predestinados a convertirnos -ya lo somos- en dormitorio de jubilados europeos y hace años que Alicante es la provincia de España con más operaciones de compraventa de viviendas a extranjeros. Ese pujante negocio no hay medida gubernamental que lo frene (ni falta que hace), por más intentos bienintencionados que haya, es la ley de la demanda en nuestro sistema de libremercado. Y eso tiene efectos en los precios de adquisición para el resto de la población local y también para los alquileres. Ni la línea intervencionista de intentar poner topes al arrendamiento en zonas “tensionadas”, como intenta ahora el Gobierno, con la única complicidad de Cataluña, porque las autonomías del PP van a boicotear por sistema cualquier planteamiento de Pedro Sánchez, ni la política liberal de poner todo el suelo en el mercado edificable con un urbanismo sin control en el que cualquiera era promotor, en tiempos de José María Aznar a principios de este milenio, nos sirvió de mucho. Al final, se desmadró la especulación inherente al capitalismo y a la codicia que tenemos en el ADN humano y acabamos en una burbuja inmobiliaria autodestructora.
Ahora que por fin han salido algunos a la calle para levantar la voz en manifestaciones inevitables por el problema de la vivienda, el más grave que sufrimos desde que no hay terrorismo -ni pandemia, claro-, el factor que más condiciona (para peor) la vida de la mayoría, porque asfixia la economía doméstica y convierte en papel mojado cualquier mejora salarial o laboral, toca afrontar sí o sí esta auténtica emergencia nacional. Aunque en pleno boom del ladrillo y la crisis había cientos de miles de pisos y casas vacíos, y no por eso bajaron los precios, como cabía esperar según la lógica de oferta-demanda, no queda otra que edificar para garantizar un derecho fundamental y universal. El Estado debe instaurar una normativa nueva y de aplicación en todo el territorio sin excepciones, que no pueda depender de qué partido gobierna en cada región o ayuntamiento. Las competencias de vivienda deben quedar al margen de partidismos y debería legislarse de nuevas en el Congreso, con mecanismos excepcionales como la expropiación forzosa allí donde no quede otra opción. Por cuestiones de falta de espacio en los centros urbanos, tendrían que construirse barrios en las periferias y aprovechar para que cuenten con amplias zonas verdes y servicios a costa de un aprovechamiento menor del suelo. No se trata de hacer negocio. En definitiva, un parque público de viviendas como se está prometiendo ahora mismo, permanente y que cubra todas las solicitudes, nada de sorteos de unas pocas VPO como hasta hoy.
Y en los centros de las ciudades, hay que limitar o acabar con el desmadre de los apartamentos turísticos: el alojamiento debe estar en manos profesionales, de hoteles, no esta distorsión de que cualquier propietario individual explota a precios desorbitados su piso, mucho menos las grandes compañías que compran múltiples viviendas o los insaciables ‘fondos buitre’. Estos dos frentes de acción no van a ser fáciles, pero no por dificultades técnicas -en China construyeron hospitales en unos días durante la pandemia- ya que con módulos prefabricados se puede edificar con mucha rapidez. El obstáculo principal surgirá del propio negocio del ladrillo, un lobby muy poderoso en las grandes esferas, además de la legión de rentistas particulares.
El Gobierno que afronte estas nuevas recetas probablemente no gane las elecciones, a menos que la concienciación sobre el bien colectivo prime sobre la conveniencia individualista.